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El botánico espía

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En el Real Jardín Botánico de Madrid, al final del Paseo de las Estatuas, se alza la figura de Simón de Rojas Clemente y Rubio (1777-1827). Ataviado con una capa y con un libro bajo el brazo, vigila al visitante con semblante serio enmarcado por unas patillas tupidas. Poca gente sabe que este ilustre botánico, padre de la ampelografía europea y destacado intelectual de la Ilustración española, estuvo a punto de ser el compañero del aventurero y espía Ali-Bey en su mítico viaje por África.

Simón de Rojas Clemente y Ali-Bey se conocieron en Madrid alrededor del año 1802 cuando este último aún era conocido por su nombre real, Domingo Badía Leblich. Clemente era profesor de la cátedra de árabe y Badía acudió a su clase en calidad de alumno. Según cuenta el propio Clemente en su autobiografía, Badía hizo grandes progresos rápidamente y poco después le propuso realizar un viaje científico al interior de África en el que habían de disfrazarse de musulmanes.

La naturaleza del viaje, aprobado un año antes por Godoy, ministro de Carlos IV, era en realidad algo distinta. Bajo la tapadera de una expedición científica y geográfica, Badía pretendía recorrer cerca de 18.000 kilómetros explorando la cordillera del Atlas, el desierto del Sahara, el Golfo de Guinea y el Nilo, lugares poco conocidos por los europeos, para obtener influencias en beneficio de la Corona española. Su estrategia para evitar el rechazo de los lugareños y posibles asaltos, como les había ocurrido a sus predecesores en esa gesta, consistía en adoptar el idioma, los ropajes y las costumbres locales.

Badía, de 35 años, reclutó a Clemente, quien, desoyendo las recomendaciones de su entorno, aceptó de buen grado. En las cartas remitidas desde Madrid, el entonces joven de 25 años relataba a su familia las ventajas de participar en esta aventura, que además de ser una gran oportunidad de ampliar sus conocimientos sobre plantas, supondría un importante ingreso de dinero para él que, cuarto en la línea de sucesión, no tenía posibilidad alguna de acceder a la fortuna ni a la plaza de escribano judicial de su padre. Estaba previsto que el viaje durase cuatro años, cada uno de los cuales Clemente cobraría 18.000 reales y Badía, el doble de esa cantidad.

La expedición incluía sendas estancias previas en los jardines botánicos de París y Londres para adquirir instrumentos científicos. Allí realizaron un intenso trabajo botánico, cuyo resultado fue una colección de nueve tomos de herbario que enviaron al Real Jardín Botánico de Madrid. En Londres, cuentan algunas fuentes, Badía, siguiendo los preparativos de su misión, se practicó una circuncisión que estuvo a punto de costarle la vida.

De camino a Marruecos, hicieron parada en Cádiz ya disfrazados y con nuevas identidades: Domingo Badía se convertía en Ali-Bey Abdalak y Simón de Rojas Clemente en Mohamad Ben-Alí. Su tapadera surtió efecto y lograron hacerse pasar por árabes incluso entre los marroquíes residentes en Cádiz. Sin embargo, el equipo se rompió con la repentina huida de Ali-Bey a Tánger y la promesa, nunca cumplida, de contactar más tarde con Clemente para reunirse con él.

No está claro si Clemente era plenamente consciente de los verdaderos fines del viaje. Es posible que, a pesar de sospechar algo, aceptase la misión como una oportunidad para ampliar sus conocimientos científicos. Lo que sí se conoce fueron los beneficios que la expedición, aunque frustrada, le aportó. Su silencio y sacrificio fueron recompensados por Godoy con 1.500 reales mensuales durante cuatro años y la total libertad, sin ningún tipo de dependencia académica o administrativa, para hacer un estudio sobre la historia natural del antiguo Reino de Granada.

Así, Clemente pudo dedicarse en exclusiva a lo que más le gustaba y convertirse en una de las figuras más importantes de la historia de la botánica española y europea. Tras recorrer Andalucía durante dos años recogiendo muestras, regresó a Madrid para hacerse cargo de la biblioteca del Real Jardín Botánico, donde se encuentra depositada la mayor parte de sus trabajos.

 

Texto: Marta García Gonzalo
Fotografías: Marta García Gonzalo y Andrés Díaz

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