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Anillos de ADN para entender la resistencia a los antibióticos

Un equipo del CNB-CSIC investiga los plásmidos, unos fragmentos circulares de ADN que usan las bacterias para transmitir genes de resistencia a los antibióticos

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El laboratorio del investigador Álvaro San Millán y su equipo, en el Centro Nacional de Biotecnología (CNB-CSIC), llama la atención por lo vacío de sus estanterías, un signo de su reciente traslado desde el Hospital Universitario Ramón y Cajal donde el grupo comenzó en el año 2016. En este centro médico se recogieron muestras bacterianas del intestino de más de 11.000 pacientes dentro del proyecto europeo R-GNOSIS para luchar contra las bacterias multirresistentes. El proyecto se está llevando a cabo en colaboración con el Servicio de Microbiología del hospital, dirigido por Rafael Cantón. 

San Millán -veterinario de formación, aunque “fascinado por el mundo microbiano”- planteó a partir de esta colección estudiar la evolución de la resistencia a antibióticos en las bacterias, lo que le sirvió para conseguir la prestigiosa ayuda ERC-Starting Grant (ERC-StG). “Cada vez hay más infecciones bacterianas que no se pueden tratar bien con antibióticos, lo que produce un gran número de muertes. Instituciones internacionales de salud como la Organización Mundial de la Salud (OMS) o los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC) sitúan la resistencia a antibióticos como uno de los principales problemas de salud pública actuales y con unas perspectivas muy preocupantes de cara al futuro”, afirma San Millán.

Según el Grupo de Coordinación Interinstitucional sobre Resistencia a los Antimicrobianos (IACG) impulsado por las Naciones Unidas, las infecciones resistentes a antimicrobianos provocarán en el año 2050 cerca de 10 millones de muertes anuales en todo el mundo -en la actualidad, el cáncer supera los 8 millones de muertes por año-.

Unos círculos llamados plásmidos

Las bacterias consiguen resistencias a los antibióticos mediante dos mecanismos. Pueden o sufrir mutaciones en su genoma o adquirir genes resistentes del exterior a través de plásmidos, moléculas circulares de ADN que se transfieren de una bacteria a otra mediante un proceso llamado conjugación. Se trata de elementos accesorios al cromosoma de la célula con la capacidad de replicarse independientemente a su ADN.

Es en los plásmidos precisamente en lo que se centra el laboratorio de San Millán. Y es que estos elementos genéticos generalmente portan genes accesorios, genes que permiten a las bacterias sobrevivir en una variedad de entornos muy diversos al aportarles ventajas adaptativas como, por ejemplo, evitar que un antibiótico acabe con ellas.

“Los plásmidos son el principal vehículo de la diseminación de la resistencia a antibióticos, sobre todo en los ambientes clínicos”, dice San Millán. Tanto así que los mecanismos de resistencia más preocupantes que aparecen en los hospitales están codificados en estos elementos genéticos, explica el investigador del CNB-CSIC.

Pero vivir con un plásmido, o con varios, no suele salirle gratis a las bacterias. Muchas veces estos elementos genéticos se convierten en una carga para aquellas que los portan haciendo que proliferen más lentamente. Es similar a llevar una mochila muy completa y, por tanto, pesada para hacer una ruta. Si el clima y las situaciones son adversas se llegará seguro al final del recorrido, aunque de manera lenta. En cambio, la mochila supondrá una carga si el viaje ocurre sin mayor contratiempo y quienes vayan ligeros llegarán mucho antes.

El fin de este laboratorio pasa, por tanto, por entender los procesos evolutivos que llevan a las diferentes cepas bacterianas a seleccionar ciertos plásmidos con sus correspondientes resistencias. “La pregunta general del laboratorio es intentar entender qué determina el éxito de esas asociaciones porque no todos los plásmidos están en todas las bacterias”, dice Álvaro San Millán.  

La resistencia del pOXA-48

Un plásmido de resistencia relevante en la clínica, y en el cual tiene el ojo puesto el equipo del CNB, es el pOXA-48. “El pOXA-48 tiene la información para codificar un mecanismo de resistencia llamado carbapenemasa, una resistencia a los antibióticos betalactámicos”, explica la investigadora predoctoral Aída Alonso. El plásmido aporta una capacidad muy buena a las bacterias para sobrevivir a este tipo de fármacos entre los que se encuentra la amoxicilina.

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La investigadora Aída Alonso, del grupo de Álvaro San MIllán sobre resistencia bacteriana a los antibióticos. / CNB

Dentro de la muestra extraída del Hospital Ramón y Cajal, Alonso trabaja con las enterobacterias intestinales Klebsiella pneumoniae y Escherichia coli porque “son las más abundantes y las que se han encontrado más asociadas a este plásmido en concreto”

“De hecho, el pOXA-48, y ahí es donde empieza a tener sentido mi proyecto, está super asociado, más que con ninguna otra bacteria, con la K. Pneumoniae. Principalmente está asociado con el serotipo 11, que es una cepa bastante patogénica”, explica Alonso. 

La investigadora lo cuenta mientras muestra las 50 placas de Petri en las que ha cultivado su set de 50 cepas bacterianas representativas de la colección total. Su estrategia de investigación pasa por haber seleccionado bacterias en la que ninguna fuera portadora del pOXA-48. De esta forma, puede introducir el plásmido en el laboratorio y estudiar la mayor afinidad de algunas bacterias sobre otras por él, así como el coste de portarlo.

Usar la evolución para entender las mutaciones

Alfonso Santos López, investigador posdoctoral del laboratorio, emplea otra estrategia para responder a la pregunta del grupo. “Yo utilizo evolución experimental y secuenciación masiva para estudiar la evolución de resistencia a antibióticos”, dice.

A partir de las cepas de R-GNOSIS, el científico planteó el siguiente experimento: extrajo y cultivó por un lado bacterias con el plásmido pOXA-48, por otro, bacterias con el plásmido pOXA-48 que crecieran en presencia de antibiótico y por último bacterias sin el plásmido y sin antibiótico. Dejó que las bacterias en las tres condiciones experimentales evolucionaran durante 100 generaciones -diariamente extraía de cada una de las tres muestras una única subpoblación de bacterias que dejaba crecer hasta el día siguiente y así durante 15 días- para luego estudiar y comparar las mutaciones resultantes en las bacterias. (El récord en un experimento de este tipo lo ostenta Richard Lenski que lleva desde el año 1988 evolucionando experimentalmente una población inicial de 12 bacterias de E. coli).

“Las mutaciones surgen por azar. Entonces dejas que estas aparezcan y que los clones de bacterias con las nuevas mutaciones compitan entre ellos por sobrevivir. Porque si aparece una bacteria con una mutación beneficiosa, se duplicará más rápido que el resto y empezará a dominar esa mutación en la población”, explica. “Si esto lo haces en un cultivo con antibióticos, al final seleccionas aquellas bacterias que crecen mejor en presencia de estos fármacos”, añade.

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Dos cultivos diferentes de la bacteria Escherichia coli

Así, las mutaciones que se den solo en la cepa que lleva el plásmido se deberán a la adaptación entre el plásmido y la bacteria, lo que permitirá ayudar a esclarecer el porqué de las asociaciones exitosas entre ambos. Las que aparezcan en presencia de antibiótico estarán influenciadas por el antibiótico, es decir, seleccionadas por ser las que ayudan a la bacteria a sobrevivir al medicamento.

Informática para analizar secuencias de ADN

Los datos del investigador se están analizando bioinformáticamente gracias al trabajo de la estudiante doctoral Laura Toribio y el estudiante de máster Jorge Sastre. “Nos encargamos de los análisis informáticos genómicos y transcriptómicos del grupo. Estamos un poco en todos los procesos que necesiten los datos de secuenciación”, dice ella.

Después de secuenciar la información genética de las cepas bacterianas de Santos López, los investigadores analizan las lecturas de ADN en busca de nuevas mutaciones. Parten para ello del ADN de las bacterias originales, los genomas de referencia, sobre los cuales comparan los genomas de las bacterias evolucionadas. Así, al solapar genomas nuevos sobre originales, Toribio y Sastre pueden extraer dónde hay cambios, en qué proporción y a qué genes corresponden.

El equipo de bioinformática lleva también los resultados de Aída Alonso. En este caso, en vez de analizar las mutaciones en el genoma, se estudia la expresión de los genes en las diferentes cepas para ver qué tal les ha ido con el plásmido. Para ello, Toribio y Sastre buscan secuencias de ARN mensajero que son las que indican los genes que están leyendo para fabricar proteínas.

Intestinos de pacientes como experimento natural

Un análisis similar reciben las bacterias con las que investiga Javier de la Fuente. El trabajo de este estudiante de doctorado es complementario al de Alonso. Él se centró en una colección de 257 bacterias del hospital que sí presentaban el plásmido pOXA-48 de resistencia.

A estos pacientes se les extrajeron muestras regularmente lo que permitió a de la Fuente observar cómo evolucionaba la secuencia del ADN de la bacteria dentro de la persona. Lo que se vio en un primer trabajo es que la transferencia del plásmido dentro del hospital podía darse entre pacientes o dentro del intestino de los propios ingresados. El investigador destaca que su trabajo potencialmente permite “buscar causas” en la transmisión y ponerles remedio como reforzar la vigilancia y el control en zonas concretas del hospital.

Pero, sobre todo, la potencia del estudio es que permite entender la evolución de los plásmidos y las bacterias en un contexto real, en el intestino de un paciente hospitalario con presencia de antibióticos. “Esta es la vuelta extra que le damos nosotros gracias a tener estas cepas clínicas”, afirma. Con ello, añade, “se podrán diseñar estrategias que nos permitan atajar la diseminación de las resistencias a antibióticos”.

Plásmidos para estudiar plásmidos

Alicia Calvo-Villamañán, investigadora posdoctoral del grupo, está en los primeros pasos de su proyecto de investigación. Se incorporó al grupo en agosto de este año y desde entonces está trasladando la tecnología que aprendió durante sus estudios en el Instituto Pasteur de París (Francia) a la investigación de su nuevo laboratorio.

Se trata de la técnica CRISPR, o tijeras genéticas, por cuyas inventoras ganaron el Nobel de Química el año pasado. “Originalmente es un sistema inmunitario que las bacterias utilizan para aprender a defenderse contra los fagos, que son los virus de las bacterias, o contra ciertos plásmidos que hayan sido adquiridos. Sería como nuestros anticuerpos”, explica la investigadora.

Este sistema tiene una gran capacidad para encontrar secuencias de ADN específicas. Calvo-Villamañán está aprovechando esta característica para diseñar plásmidos -que además de servirles a las bacterias son también una herramienta muy útil y ampliamente usada en biotecnología- que bloqueen genes en las bacterias y en el pOXA-48. Porque evitar que un gen se exprese ofrece información sobre su función.

“Con esa técnica podemos estudiar muchas cosas, por ejemplo, entender cuáles son los genes de la bacteria que van a ser importantes para el pOXA-48. También vamos a silenciar cada uno de los genes del pOXA-48 individualmente para intentar entender cuáles son los genes, dentro de este plásmido, perjudiciales o benéficos para las bacterias”, explica.

La técnica CRISPR que está llevando a cabo Calvo-Villamañán puede permitir identificar dianas moleculares y así dar con antibióticos muy específicos para bacterias con este plásmido que permitan superar los problemas de los antibióticos normales que “matan todo sin discriminar”.

Leyre Flamarique / Contenido realizado dentro del Programa de Ayudas CSIC – Fundación BBVA de Comunicación Científica, Convocatoria 2021