"Las humanidades son la conciencia crítica que incomoda al mundo actual"
Remedios Zafra, investigadora y ensayista en el Instituto de Filosofía (IFS), participa en la serie de entrevistas 'Científicas y Cambio Global'
Remedios Zafra, investigadora y ensayista en el Instituto de Filosofía (IFS), participa en la serie de entrevistas 'Científicas y Cambio Global'
Vivimos conectados y pasamos gran parte de nuestro tiempo frente a las pantallas. Las redes sociales se han convertido en un escaparate de quienes somos. Pero, ¿podemos no estar en ellas? La exhibición en redes no nace de cada persona, sino que está incentivada por la estructura digital. Basadas en las impresiones rápidas y en una estetización del mundo, han cambiado la forma de hablar y nos han hecho perder el valor de profundizar y del pensamiento lento, propio de las humanidades. Y todo tiene un coste: los datos y el tiempo son la forma de pago, sin olvidarnos de nuestra mirada que nos hace responsables. Hablamos sobre este nuevo escenario con Remedios Zafra, investigadora en el Instituto de Filosofía del CSIC, que analiza la ‘nueva cultura’ en la que nos relacionamos siendo personas solas que hemos normalizado una vida conectadas. En sus trabajos, reflexiona acerca del vínculo que establecemos a partir de la fragilidad del ser humano, acentuada en la pandemia, y de movimientos sociales como el feminismo, que confía que se contagie a la sociedad para empatizar con quienes nos rodean.
¿Qué cambios sociales han modificado la forma de entendernos y de relacionarnos?
A finales del siglo XX y principios de siglo XXI, se concentran importantísimos cambios científicos, tecnológicos y sociales. Por una parte, el feminismo se extiende y socializa de manera amplia. De hecho, creo que ha sido, está siendo, y con seguridad será una de las grandes revoluciones de la humanidad, ese gran cambio que está favoreciendo otros. Abordamos como problemas sociales cuestiones y desigualdades que antes se reiteraban hasta normalizarse, pero en gran medida los logros conseguidos generan en muchas personas el espejismo de que la igualdad ha existido siempre. Sin embargo, es algo frágil que cuesta mantener y requiere un esfuerzo por parte de todas las personas para no retroceder. En segundo lugar, hay un punto de inflexión relacionado con Internet y nuestras vidas interfaceadas por pantallas. La posibilidad de estar permanentemente conectados produce cambios que erosionan clásicas esferas antes diferenciadas, como la pública y la privada, pero que también contribuyen a naturalizar la pantalla pasando por alto que es un marco de fantasía. Por otro lado, los logros en igualdad han hecho que quienes vivían de manera privilegiada, sientan que pueden perder algunas de sus prerrogativas, generando inestabilidades que de distintas maneras favorecen la polarización, en los últimos años acentuada por el mundo en red.
Hablas del término erosionar para explicar la difuminación entre lo público y lo privado. ¿Tenemos menos intimidad?
Hay que diferenciar la esfera pública –aquella a la que todos tienen acceso– de la privada –restringida a las personas cercanas– y de la íntima –que nos pertenece exclusivamente a cada uno–. La manera en la que compartimos nuestra vida en las redes, convertidas en el escaparate de muchas personas, hace pensar que las formas en las que vivimos la intimidad están cambiando. Umberto Eco decía que a medida que las distintas culturas se han caracterizado por proteger lo más valioso, la intimidad, la cultura contemporánea se caracteriza por no protegerla y por incentivar que sea expuesta. Esa tendencia del sujeto a exhibirse en las redes no nace de manera natural por su parte, sino que es incentivada por la estructura digital de las redes sociales. Por tanto, hay que intervenir, señalar y denunciar porque pone en riesgo ese gran valor del sujeto. Sin embargo, hay también lecturas políticas interesantes cuando vemos cómo determinadas comunidades pueden apropiarse de esa posibilidad de hacer público lo íntimo cuando la intimidad ha sido opresiva. Es el caso concreto de las mujeres: apoyadas en una creciente sororidad, han ido compartiendo aquella violencia explícita o simbólica que vivían en la intimidad y que se había invisibilizado o derivado como aquello de lo que no se habla. Compartirla contribuyó a hacerla pública y política. Movimientos como ‘Ni una menos’, ‘Me too’ o multitud de campañas que denuncian la situación de invisibilización de muchas formas de violencia sobre la mujer, a través de Internet, han generado una grandísima potencia que permite contagiar lo que comienza siendo íntimo y se convierte en algo de lo que se tiene que hablar.
Las redes sociales funcionan como un altavoz, pero tienen sus riesgos.
Una de las claves es identificar cuándo las fuerzas que movilizan esa exposición de la intimidad nacen de una misma y cuándo son incentivadas por parte del mercado y de las industrias digitales. En la cotidianeidad vemos cómo la normalización de la exposición de la intimidad en las redes, especialmente las que están más protagonizadas por mujeres, se hace desde la valoración de que todas lo hacen. Se comparte la vida privada pero también lo que el mercado proyecta sobre qué tiene que identificar a las mujeres. En el caso de Tik Tok es muy llamativo cómo su lógica retroalimenta que las mujeres se presenten mucho más estereotipadas, animando (y premiando con likes y dinero) su objetualización y estetización a través de exhibiciones de bailes y cuerpos semidesnudos, mientras que los chicos siguen apropiándose del discurso en medios como Youtube o Twitch. En tanto logran mucha más audiencia se reafirman y el bucle se retroalimenta. Esto les alienta a seguir haciéndolo y parece que quita la responsabilidad a quien los ve, cuando la mirada tiene responsabilidad en una época en la que los ojos son una nueva moneda. Sin embargo, la intimidad compartida por decisión propia tiene otros matices. Recuerdo unas palabras de la filósofa francesa Simone Weil, al diferenciar (desde un punto de vista moral) cómo una organización es buena cuando atenúa las desigualdades; es negativa cuando las amplifica, polarizando o generando más estereotipos; y es perversa cuando encasilla, acota a las personas y dificulta la posibilidad de cambiar.
¿Este contexto nos ha llevado a una ‘nueva cultura’? ¿En qué consistiría?
Es una forma de referirme a la transformación de la cultura red. En ‘nueva cultura’ introduzco el punto de inflexión que ha supuesto la pandemia y el nuevo escenario que se está gestando y en el que hemos normalizado la vida conectados. Una seña de identidad de la nueva cultura es el juego de tensiones entre las fuerzas que tienden a virtualizar el mundo y las que nos hacen conscientes de la fragilidad de los seres humanos, de que echamos de menos la convivencia y la cercanía con otros. Esa fragilidad nace también al acentuarse las formas de desigualdad que favorecen una mayor precariedad y vulnerabilidad de los que ya estaban en esa asimetría. La conciencia de fragilidad traerá muchas amenazas que tenemos que ser capaces de imaginar y anticipar.
¿Cómo nos vincula la fragilidad?
Fragilidad es un concepto que muchos consideran negativo. A pocas personas les gusta que les consideren frágiles porque es difícil reconocer una vulnerabilidad material o social como algo propio. Sin embargo, hay un aspecto importante en el reconocimiento de la fragilidad, ya que puede actuar como costura comunitaria. Una persona frágil, enferma o vulnerable, necesita sostenerse en el grupo, en unos servicios sociales y una sanidad pública que garantice que no se queda sola o abandonada. Ha pasado con la pandemia. Cuando hemos enfermado o visto enfermar a quienes teníamos al lado, hemos tenido oportunidad y tiempo para pensar en lo fundamentales que son los servicios sociales, la cohesión social, la ayuda entre familiares, vecinos y personas que, aunque estén solas frente a sus pantallas, forman parte de una sociedad que se necesita. Esto que hemos vivenciado ha amplificado la sensación de fragilidad y debería haber sido un zarandeo para las conciencias y, así, haber reforzado la articulación social.
¿Cómo generamos nuestra identidad en las redes sociales, sin olvidarnos de la responsabilidad que conlleva?
Hay que diferenciar entre identidad y subjetividad. Recuerdo las palabras de la filósofa Celia Amorós para diferenciar identidad, como aquello que la sociedad hace con nosotros, y subjetividad, lo que nosotros hacemos con lo que la sociedad hace con nosotros. Todo medio que permita una mayor libertad en la construcción subjetiva identitaria es bueno. En sus inicios, Internet estaba cargado de potencias liberadoras, tanto para la subjetividad frente a la pantalla como para la creación de esas nuevas identidades que, al venir mediadas por pantallas y dejar el cuerpo aplazado, permitían pensar que podrían liberarse fácilmente de estereotipos derivados del cuerpo, la edad, la raza. Esto no solo no pasó, sino que se acentuó. Un asunto clave han sido las redes, que son las puertas de entrada a Internet y que nos presentan como los protagonistas de la comunidad en la que entramos. Desde principios del nuevo siglo, han ocasionado una revalorización del yo, sujetado en sus imágenes reales, al que se le penaliza por utilizar la máscara, que permite ser otros. El yo se convierte en el centro y es producto de las redes sociales. Las identidades colectivas se construyen apoyadas en afinidades o una edad determinada, pero no tanto por compartir un ideario. La ideología no nos vincula demasiado y nos permite descartar al que no piensa como nosotros. Vivimos en un escenario en el que determinadas redes se apoyan en la impresión. Esa forma de hablar nos ha hecho perder el valor de profundizar y el pensamiento lento de las humanidades. Esa celeridad y ese exceso de ruido favorece la polarización y la simplificación de posturas, que es uno de los grandes riesgos a los que nos enfrentamos.
¿Por qué existe la necesidad de estar en red?
El invento de red social es una analogía de la forma de socialización. Somos seres sociales y necesitamos relacionarnos. Pero, es clave quién está detrás de ellas. Tienen la apariencia de plaza pública y de estar gestionadas por lo público; sin embargo, son empresas privadas con intereses monetarios y que proyectan ese espejismo de socialización libre y de elección de estar en ellas. Hay una búsqueda de negocio y rentabilización de nuestra presencia en redes. Cuando estaba en la universidad y no estaban asentadas las redes sociales actuales, algunas estudiantes querían hacer trabajos a través de las más utilizadas. Sin embargo, había una chica que se negaba a hacerlo. Le pregunté cómo trabajaba al margen de ellas y me dijo: “¿Acaso puedo no estar?”. Tenía la idea de que era libre para estar o no, pero descubrió que se quedaba totalmente fuera. Posiblemente muchos adolescentes piensen esto, o han tomado conciencia de que el tiempo dedicado a las redes no puede apropiarse de la totalidad de la vida; pero sienten que al no estar ahí están perdiendo esa socialización. Es esa sensación de que ser en el mundo hoy pasa por estar en Internet y nos obliga a estar en redes sociales. Sin embargo, también se identifican formas de libertad de personas que deciden no estar, y son aquellas que tienen recursos y normalmente han podido ejercer su libertad en un mayor grado. Si observamos las familias con menos recursos, vemos que en ellas los hijos pasan más tiempo conectados. Cuando los servicios son gratuitos la contraprestación siempre es otra, y en este caso “el tiempo” es un grandísimo valor cedido a la vida conectados. Estar en redes sociales es la forma de pago, y aunque aparentemente son gratuitas, reciben datos y tiempo.
Las humanidades han quedado en un segundo plano ante la digitalización. Se están sacando de los planes de estudios, e incluso la legislación en este ámbito no es capaz de actualizarse al mismo ritmo. ¿Qué puede suponer que estos cambios tecnológicos y la disrupción ocasionada por la digitalización coincida con una devaluación de las humanidades?
No es casual y me parece sumamente peligroso que se dé paralelamente el auge de las tecnologías en la vida cotidiana, el énfasis en la formación tecnológica y su valor en la ciencia y en la educación frente a la infravaloración del arte y de las humanidades. Son la conciencia crítica que incomoda al mundo actual, en el que se tiende a denostar el pensamiento crítico y lento para favorecer que la ética y una mirada crítica queden apartadas de las decisiones y se expulse todo aquello que genere conflicto. Filosofía y arte permiten la convivencia de lo contradictorio y son capaces de abordar la complejidad. En cierto modo, las humanidades son esa parte feminizada de las ciencias, por lo que han estado denostadas. Tan importante es favorecer que las niñas y las mujeres puedan ser lo que quieran ser como revalorizar el trabajo que hacen en humanidades y ciencias sociales. Su trabajo debe interactuar con otros y no se nos puede olvidar la mirada humanística. Por ejemplo, si hablamos de inteligencia artificial, no cabe desestimar que el pensamiento humano no permite solamente esa convivencia de contradicciones, sino también enfrenta y da forma a lo inefable: la filosofía, el arte y la poesía nos permiten expresar lo que nos cuesta expresar con palabras.
Vidas-trabajo, hacer y producir todo el tiempo. ¿En qué medida somos responsables de la autoexplotación?
Las formas de trabajo están cambiando también por la vida en las pantallas. Antes preguntabas a una persona qué eres y la respuesta era una identidad que tenía que ver con un trabajo. Ahora, somos muchas cosas, especialmente en el contexto académico, creativo y cultural, donde la red y el trabajo a través de las pantallas es esencial y se ha convertido en una multitud de pequeños trabajos. Esta concatenación de tareas no siempre se realiza en contextos tradicionales de trabajo. Cada vez las realizamos más en casa, a través de teletrabajo, y no responden a horarios determinados, sino que las amoldamos a nuestras necesidades, pero todavía no hemos aprendido a organizarlas. Siempre hay algo que hacer. Es la sensación de estar permanentemente ocupados. Muchos filósofos hablan de autoexplotación para referirse a la responsabilidad de los trabajadores sobre su propia explotación. Sin embargo, a mí me parece que es una presión inducida. Y encuentro aquí una analogía con el patriarcado occidental, en tanto ha hecho descansar en las mujeres el mantenimiento de un sistema que las oprimía; así como ahora el capitalismo actual convierte a los trabajadores en agentes mantenedores de su explotación. La hiperproductividad beneficia a quienes buscan rentabilizar a los trabajadores, pero perjudica a la salud mental, por ejemplo, y a la falta de tiempos necesarios para la vida que no es trabajo. Por tanto, la autoexplotación habla del predominio de formas precarias de un hacer mucho y rápido.
Los jóvenes miran al futuro con incertidumbre y altas expectativas que los llevan a la frustración. ¿Qué se ha hecho mal?
Creo que se ha normalizado. Frustración y precariedad definen los últimos años. En España, los más jóvenes han crecido en un contexto de democracia, donde han podido acceder a la escuela pública, han podido desarrollar y hacer crecer esas expectativas de poder ser lo que quieran ser, e incluso, no repetir los linajes de donde vienen. Esa lectura positiva de jóvenes formados se da de bruces con la realidad, con las crisis consecutivas y con un escenario de precariedad ‘normalizada’. Pero creo que en tanto que es construido, es modificable. La resignación y la frustración beneficia a que el sistema siga igual y dibuja el futuro como algo oscuro. A mí me parece que el futuro es uno de los grandes inventos culturales. Es un concepto que nos permite imaginar y anticipar lo que viene. Tener una visión crítica (que es imprescindible) puede alentar cierto pesimismo y ante él me parece que es un desafío no claudicar a la resignación individualista. De muchas maneras hoy se alienta en los jóvenes que piensen solo en el ahora. Las lógicas capitalistas y competitivas prodigan esa idea de sálvese quien pueda y del ver a los compañeros como rivales. Tenemos que tomar conciencia de que son escenarios en los que podemos intervenir. En mi opinión, para esta transformación es esencial la alianza colectiva. Es algo que ha sabido hacer muy bien el feminismo: ver a las personas que tenemos cerca como aliadas y ser capaces de crear contagio de cambio social desde lo pequeño.
¿Por qué somos personas más solitarias y, sin embargo, estamos más conectadas que nunca?
Parece una contradicción unir el aislamiento con la colectividad. Somos multitud de personas solas conectadas frente a la pantalla. Tenemos la sensación de estar acompañados, pero miramos alrededor y estamos en nuestro propio cuarto conectados, e incluso cuando estamos con personas a veces lo hacemos frente a un dispositivo móvil. Esta forma de ser en el mundo acentúa un posicionamiento del sujeto que favorece la soledad. Los estudios sobre soledad están proliferando en los últimos años porque estar conectados no es suficiente. Esa sensación viene marcada por un sujeto con cuerpo que concatena tareas frente a la máquina y se siente agotado, pasando de la máquina en la que trabaja a aquella en la que se entretiene. Los tiempos de autoconciencia son complicados y es curioso porque, aunque pasemos mucho tiempo solos, lo llenamos de multitud de tareas. Nos cuesta el tiempo de autoconciencia porque duele. El pensamiento sobre uno mismo comienza con una incomodidad que es necesaria. La salud mental tiene mucho que ver con esta forma de vida. La investigadora Cathy O'Neil señala cómo las masas son leídas por máquinas bajo fuerzas monetarias, mientras unos privilegiados son leídos por personas. Las máquinas nos proporcionan soluciones, pero nos homogeneizan. Faltan personas con las que empatizar y explicar por qué nos sentimos así, solos, estando acompañados.
¿Qué te sugiere el epígrafe ‘Científicas y Cambio Global’?
En los últimos años, las mujeres están revolucionando la ciencia y empezamos a conseguir que estén en ámbitos y en áreas donde normalmente no han estado. Esto es posible porque partimos de dificultades construidas socioculturalmente y por tanto “modificables”. Incentivar la presencia de las mujeres y sus aportaciones en la ciencia sigue siendo uno de los grandes retos. Desde que somos muy pequeñas, existe un mecanismo silencioso que atraviesa las expectativas y decisiones, y que se alimenta a través de los imaginarios. Se reitera en juegos, películas, en todo aquel universo que nos permite imaginarnos siendo. Pienso que feminismo y ciencia son dos de las grandes revoluciones que ayudarán al mundo en ciernes. Si hablamos de cambio global, necesitamos ciencia y feminismo. Ambos se retroalimentan y creo que el feminismo, entendido como la reivindicación de igualdad entre hombres y mujeres, será muy beneficioso en las aportaciones que las mujeres pueden hacer a los distintos ámbitos de conocimiento científico. En ellos tiene que haber mujeres y personas libres que hayan podido elegir y soñar con poder dedicarse a la ciencia como una de sus posibilidades de trabajo y de emancipación. La ciencia es además ese pilar sobre el que tenemos que construir los inmensos retos de transformación del cambio global que estamos viviendo.
Irene Lapuerta Murillo (CSIC Cultura Científica)
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